Imaginar y vivir

Un día novembrino, vencido por una luz tenue, abandono cobijas. Tras gotas condensadas veo afuera al árbol desnudo aruñar el cielo oscuro. Se acerca tormenta.

Al abrir la ventana, el sereno me cachetea. Será día de velas trémulas, de sumergirse en yerbabuena, no de volar con café.

Junto a cama, una callada silla de madera; en su respaldo, regalo de alguien que ya no es, mi refugio contra el frio: saco de lana fiel, viejo amigo conocido.

Frotándome los brazos lo miro en la penumbra: lana gruesa, firme, como unas vigas de roble bajo tejas viejas que aún me recuerdan.

Al ponérmelo, en la mañana gris, reconozco la calma que en sus laberintos anida. Su aroma refleja fogatas y agüepanelas, magnolios en flor, manzanas con canela, librerías y a quién, hace tanto, lo tejiera.

Recibo su suavidad de siempre, niebla de páramo, ¡tantos otoños conmigo! Tantos paseos, hojas secas, con él a la cintura; tantos copos de nieve desvanecidos en sus praderas y abismos.

Senderos de lana virgen, tierna al tacto: olla de barro, llovizna sobre musgo, agua de manantial que pregunta, susurrando: ¿Cuántas cartas escribimos? ¿A cuántos abrazos sumaste tu caricia?

Y aunque no hay sorpresa alguna, tu lana teje, al cubrirme, nuevas profundidades tibias. En lo familiar nacen espacios inexplorados, revelando la distancia insondable entre imaginar y vivir.